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Todos los textos son propiedad de sus autores, quienes tienen todos los derechos sobre ellos (¿o será al revés?) y han decidido libremente publicarlos aquí para la difusión pública sin fines de lucro. *Este proyecto está basado, en sus orígenes, en la idea de Dulce Chiang y Alicia Quiñones



miércoles, 3 de abril de 2024

EL PRÓLOGO QUE MUY AMABLE DE SAÚL IBARGOYEN LE HIZO A MI PRIMER LIBRO, CUANDO YO VENDÍA HAMACAS

 

         PRESENTACIÓN

 

Cada lector de libros de poesía tiene, en general, su actitud específica de ubicarse frente a determinada suma de textos organizados en un conjunto donde, al menos, una cierta tonalidad temática o formal ayude a una lectura unitaria y estos Infinitos Dispersos, de Marcos García Caballero, exigen sin violencia una ubicación precisa y, al mismo tiempo, plena de variaciones (así se titula una de las partes del poemario). Hay, pues, una tensión entre contención y expansión, que el autor aspira a resolver -y el lector quizá junto con él- por medio de un derrame verbal y multitemático que impresiona por su ancha profundidad.

            No se trata, sin embargo, de una mera demostración del poder de una escritura emparentada con el barroco (en el sentido de no aceptar huecos ni vacíos verbales o conceptuales), que se muestra ante los demás y frente así misma con una certeza, una convicción y una seguridad que no dejan de sorprender (y de alegrar) a quien esto escribe. Se trata de una opción formal desde el interior de una necesidad de expresión que no pudo darse de otra manera.

            Es decir, el autor se ha respetado en cuanto a seguir, más que el proceso de una escritura estetizante, el impulso de comunicar y comunicarse tanto el desmadrado acontecer urbano como los temblores de erotismo, tanto una constante reflexión sobre la poesía y el poema y la palabra como la formulación de un macrocosmos donde voces de muchas épocas se entretejen con la suya.

            Los recursos y modos son diversos en este libro, desde reflejos del imaginario surrealista hasta los embonamientos discursivos; desde la reiteración y el paralelismo hasta un lirismo seco y una subjetividad que a veces duda entre la idea y el canto; desde la afirmación de la poesía como sostén del ser y el estar hasta un dramatismo lúcido y dolido.

            En fin, este primer libro de Marcos García Caballero apunta, desde ya, a nuevas y más altas realizaciones, que seguro habrán de producirse.

 

Saúl Ibargoyen

Ciudad de México, abril / 2000

 

lunes, 1 de abril de 2024

VIDEO POÉTICO QUE ES MUY FAVORITO POR MI ABUELO MATERNO (YA MURIÓ EN 2012), POR MARCOS GARCÍA CABALLERO..


 

viernes, 29 de marzo de 2024

 

El fuego de la tragedia no cabe aquí, pero unos novios del museo Aguascalientes (serio, era la sesión fotográfica) me hicieron pensar en una buena señal, y será el sereno pero la espiral de todo éste día es un bregar y tallar, palabra y madera, con singladura…

 

SEGUNDO CAPÍTULO DE MI NOVELA EDAD EN EL ALBA (PREMIO SALVADOR GALLARDO DÁVALOS) AÑO 2002 POR MARCOS GARCÍA CABALLERO..

 

2.

Al comenzar, sucede que voy muy abrupto, constipado, presuntamente destetado hace mil años, y dechado de nostalgia pido la cuenta y la conozco en un bar. Al principio no parecía una mala idea porque al principio, cuando se cuelan al entendimiento y empiezan a frotarse con las ganas que uno ya trae de usarlas, por lo general parecen buenas todas las ideas, que quede claro.  De momento, se puede hablar de las tres consecuencias inmediatamente relevantes, que fueron y por fortuna serán para siempre posteriores a tal acontecimiento:  una hora después llegó el primer beso, un poco apenado, pero dilatándose a sus anchas en tiempo y espacio de cuatro comisuras abiertas (y otras cuatro cerradas) para contrarrestar el gravoso efecto de la culpa de no dilatarse, como siempre solía sucederle a sus propuestas o marcos teóricos aún en los casos menos depauperados.  En segundo lugar, como toda excepción que prueba la regla, me llegó (ella a mí) aunque más tarde pregunté por ella y, mi rey, no te preocupes fue la respuesta, así que ya una vez reguladas las cosas, hubo uvas para cada quien y hubo comercio y desembarco de las tropas, pero gracias a las trompadas, no hubo que ir a Cuba por los habanos ni a la tienda por chocolates ni saltos de tiempo enormes como en las películas. En tercer lugar, para no variar, como en las últimas veces experimentaba  deseos insólitos de regresar al último espacio visitado, (en este caso, el bar) por algún objeto olvidado casualmente (en este caso, ninguno), ya que  la rectificación se me había vuelto una maña de tipo responsable,  una sencilla encrucijada de dudas  que me hacía pasar como tal (en este caso, qué tal responsable), y apoltronado en la situación como cacique en época de sequía en sus hectáreas de serenidad. Cualquier hombre (en este caso, solamente), no olvidaría que la noche es misteriosa, ni un beso, aunque lo misterioso a la noche nadie se lo quita y misteriosamente los besos son siempre posteriores a la llegada y un hombre responsable no abunda en el asunto.

            Pero no hablemos de mañas, mejor vayámonos antes de pagar la cuenta. Cosa con la cual yo no contaba pero contando días, semanas y meses, la navidad  estaba lo suficientemente lejos pero empezaba a sentir ya la clásica tristeza con que sobrenadaba  la  fecha, que de seguro es una alberca  rebosante de felicidad para cualquier otro, como suelen pensar los deprimidos que es en realidad, pero prometiéndome que en Miami jamás pensaría en eso. El viaje a Miami representaba mi revolución personal y era re quete fácil pensarlo así, esa noche desde el bar, mirando los rasgos asiáticos de mi broder, el  Pantera (su viejo apodo antes de que saliera del país), que estaba al lado de mí leyendo en voz alta un libro mío de filosofía en un tono irónico que desde entonces, ha sido mi maldición. Del libro no había argumentación alguna que no le hiciera privilegiar su soberbia  (o su decantada y modulada voz que más abajo sonaba como a: "...agárrense porque érase una vez en el oeste cuando..."), como si su larga cabellera se paseara   compasivamente  sobre los argumentos del autor que  yo descubría  por aquel entonces y razón por la cual se habían vuelto rentables la mayoría de mis pláticas callejeras, pues a cambio de algunos axiomas de filosofía práctica me regalaban una moneda. Verbigracia: Qué Pachuca por Toluca, qué milanesas que no bisteces yo creí que ya hamburguesas, no te azotes maestro, que planeta, que ondita o en especial no te electrocutes demasiado broder porque ahí te va el sable.

            Gracias  alcohol, porque me has quitado tanto, gracias inexperiencia, porque me has enseñado a tratar de ocultarte (aunque de por sí no se trata meramente de un estorbo orgullosamente aposentado en el pasado, sino fruto del incalculable ramillete de posibilidades que de una u otra manera iremos revisando para que el libre albedrío siga trabajando en lo suyo),  y gracias, por último término en esta breve antología personal, a las ganas de no parar de reír, pues a causa de su hegemónico y locuaz protagonismo, ninguno de los dos entendía nada o poca cosa de filosofía, si creemos que poca cosa puede serlo y si creemos también, que la filosofía puede ser cosa entendida en bares.  Me quedaba  bastante claro que el Pantera, portentoso vago trotamundos lleno de verbo pero aficionado a la torpe poesía de Julio Cortázar, pasaba de filosofía como si ésta fuera un conjunto de chorradas o simplemente ocurrencias, mientras yo  resguardaba celosamente mi opinión (como debe  hacerlo cualquier profesor al oír una chorrada), y sólo podía entender que la filosofía ha sido, es y será, como dijo Fernando citando a José,  una especie de poesía sofisticada, producto de poetas que se volvieron los responsables de sopesar, valorar y aquilatar verdades y mentiras y ejercer este inédito oficio contra la inercia viscosa del mundo. Pero  como su fondo guardaba y aguardará algo  de grandeza,  aún sin dar muchos estériles balances esclarecedores, era evidente que dadas las circunstancias actuales de la filosofía,  su grandeza  no sufría detrimento alguno al leerla de ese modo en un bar de cualquier ciudad de provincia, como Aguascalientes, por poner un ejemplo y también un contexto, como suele —y debe... como no— presumirse en estos casos. Ahora se tiene contexto y texto, sólo falta sexo, pero eso se consignará a su momento, porque también hay su-sexusful-story en esta historia.

Pero el contexto más importante suele ser el más pequeño y puesto que del texto no entendía nada, empecé a preguntarme: "¿Quien carajos es este tipo?" Y no por el hecho causal de que casualmente lo hubiera conocido  en una charla en la que yo trataba de abrirme paso improvisando de manera importante, lo cual  es un verdadero logro  cuando la gente  siente de antemano que lo es, sino  por la gracia con que sincronizaba la palma de su mano con los enunciados del filósofo. Su truculenta espontaneidad era tal que cuando el filósofo comenzaba en algún párrafo su argumentación, como por acto reflejo el Pantera alzaba la palma de su mano de la mesa como  policía dejando correr el tránsito y cuando el filósofo ponía punto y aparte (o se daba fuerza para sustentarse y esclarecer lo que a cualquiera sonaría imposible),

            era el Pantera quien dejaba cruzar cualquier opinión posible depositando de nuevo su mano sobre el mantelito rojo que nos rozaba las rodillas. Pero mi opinión  no quería circular bajo procedimientos de mímica vial (menos claro, sobre un mantel rojizo), y en consecuencia con cierto hartazgo  sólo expelía el humo del cigarro sobre su mano, la que inmediatamente ejecutaba garabatos de mímica superior, como una tarántula asfixiándose entre su propia componenda de pelo, colmillos y esa caricaturesca fama que las ha hecho pasar siempre por animales despreciables. El segundo lugar en despreciabilidades, la ocupaba mi habilidad, que ya   empezaba a suponer (muy autista  de su parte), que mi opinión sobre todo aquello me la diría a mí mismo más tarde, cuando obviamente, sería más reconfortante dormir plácidamente soñando con  Miami y dejar la filosofía para mañana.

            Pese a todo, el Pantera no se quedaba para siempre en la simple mímica muda sino que logró con su muy particular hilaridad, que dos tipos se sentaran en nuestra mesa a escuchar por su voz propia, la mismísima voz del filósofo que nos ocupaba. Los dos se marcharon rápidamente hacia lejanas mesas (que ostentaban manteles de otros colores: rosa mexicano, púrpura curiosidad, verde indagatorio o azul arabesco donde se veía que no se ponían de acuerdo), pues no nos decidimos a interpelarlos. Francamente, el tejido de voces en el bar se entremezclaba, como todo tejido que se precie y al que no se le aprecien las costuras, ni las moscas, ni los cuadros grises que dibujaban si por descuido te les quedas viendo: un cuadro, luego otro  y así sucesivamente y bajo los focos rojos y las viñetas (enmarcadas junto al precio que ese sí era precioso solo de verlo así de solito y abstracto), fuimos fratría pomposamente imperturbable —hasta el calificativo suena como sueña a que soy tu room service de miradas o qué milagro; bye the güey como se hace el estado, y por culpa del estado por lo menos estoy aquí de nuez y tú qué pez. Aaah, pues yo también, dizque, pero a huevo. Luego todo terminará en alusión a  vidrios, camarones o cámaras, o probablemente por unanimidad un silbido o un chido, que  torneará la retirada, deseándose el bien o en inglés U2, tanto mejor.

             "Creo que nos hemos topado con un símil", me dije mientras lo iba deduciendo con sucesivos tragos (que por cierto, cada vez hacían más fácil asimilar los símiles más descabellados): "finalmente la filosofía es como el billar: oculta la realidad  en la buchaca y pretende darnos la verdad como la belleza de una carambola...", comencé a decirme tratando de interpretar después de un rato de que, a fuerza de soberbia e ironía, el Pantera logró atraerme a lo que leía. "...pero mejor no opinaré sobre el tema, pues la mesa de billar es muy grande y hay muchas buchacas y bolas y tacos, lo cual da la idea de jugadores..." Me dije para mis adentros tratando de intuir más o menos que la interpretación viene de la realidad (es decir, de la mesa de billar), a la conciencia y que la opinión (es decir, tal vez el taco), toma el camino opuesto, pero sólo después que la interpretación hizo lo suyo como ella lo quiso (el cálculo egoísta para ganar), y que en cualquier materia, desde bioquímica, política a filatelia antigua, vale más la opinión que dice lo que interpreta (el mejor cálculo o la mejor especulación), a las famosas opiniones de los famosos y excluyentes "yoes" a los que ya sería groseramente inútil cuestionar cómo es que llegaron a serlo... si luego luego  se ve que no saben ni cómo sujetar los tacos.  Y éste (hondonada más o superficialmente  menos), es el primer argumento de peso  que se me ocurre para explicar que toda filosofía está todavía cercana a la opinión y que viene a ser de sabios separarlas lo más posible: desmitificarlas a cada una pero dentro de su propio campo de acción, procurando que no se estorben...  Bueno, eso opino yo, pero esto suena tan  bonito como un balazo justiciero así que se creerá que soy muy razonable, lo cual me parece un calificativo pedante y molesto, puesto que en rigor no hay —a pesar de lo que Foucault llamó "sistemas de transgresión"— axiomas que midan de arriba abajo o viceversa los parámetros en los cuales la razonabilidad puede y debe actuar... (este  paréntesis podría explicar cómo se debate la validez de la razón, la vida entera), pero mejor digamos que la elección correcta en cada caso sólo puede hacerla la interpretación y sólo en tanto se aleja de su famoso yo interno: agarro  el taco, agarro ganas y sé que voy a ganar, el mundo me observa y estoy inspirado. Personalmente, es decir, acá entre nos, (que no es lo mismo a nos entre acá), prefiero escupir  a definirme como razonable en el significado usual del término por mis actos: quiero decir —además de que no hay que perder de vista la exageración, pues la inspiración es uno de sus más grandes y elocuentes modos—, que era mejor pensar que mi estancia en el bar era mejor atribuirla a que al Pantera  y a mí nos gustaba beber y filosofar, a pensar que gracias a nuestro gusto los dueños del bar (especialistas en hacer amigos sin expresar sus opiniones, es decir, no sacar los tacos gratis), se hacían de plata porque veníamos a opinar, como toda la gente lo hace con su vida en los bares, después de quejarse de tales conceptos indisociables como son, polka, jarabe, bar y vida, aunque lo embarrado ya nadie te lo quite. Todo esto sólo tenía  que ver con la forma en que uno se siente más cómodamente conceptualizando y hablando, pero yo tenía mucho rato de no hablar y conceptualizar, lo cual era raro, porque como dijo Federico los conceptos tienen historia o definición, pero de eso se ha hablado durante los últimos dos mil años. Pero es que ese día, después de comprar la comida, había leído por primera vez a Ezra Pound y a la corteza de mi entendimiento Ezra Pound  iba entrando  como un cometa  en un   bosquejo de galaxia dibujado en un pizarrón frente a una treintena de adolescentes trasnochados a los que les pasa exactamente lo mismo adentro de la cabeza y por  tanto las palabras del profesor a veces se tienen que repetir... 

            "¡Ja!" Había dicho Ezra Pound, y como sus versos se enredaban mucho con la sustancia y el arte de su tiempo (o de los tiempos homéricos), ese "¡Ja!" era lo que yo más cuerdamente podía tratar de interpretar, lo cual era magnífico para una noche seca y neblinosa como aquella y tan lejos del año siguiente donde las opiniones iban a hacer su agosto. Quizá quería decirme que mi exagerada víspera navideña debía entristecerme puesto que el año siguiente no era para derramar ni una lágrima.

            Fue cuando el filósofo, haciendo gala de buen taco especulativo, citó a Joyce ¡y el Pantera se puso contento de la frase!:

 

                        "No pienso hacer nada por mi patria, pero no me

                        importaría que mi patria hiciese algo para mí."

 

            El Pantera retiró su mano del mantelito rojo y la escondió debajo de la mesa, dejó el libro volcado boca abajo en la página de la cita y volvió a aparecer su mano con un cigarro que prendió sólo para expeler el humo con el modo de alguien que supone que va a decir algo importante:

            —Ahora escúchame tú, infeliz bastardo, que quieres ser un grande y connotado poeta...

            —Sí claro... érase  una vez en el oeste... ¿verdad?

            Mi respuesta lo hizo enfurecer, grueso y absolutamente. Azotó el libro levantando una estela de polvo del mantelito rojo, dando a entender que el tráfico de las opiniones estaba de ahora en adelante vedado,  y a medida que iba argumentando rabiosamente cosas que ya obviamente no me importaba escuchar, obviamente también acumulaba  una telaraña de espuma que se abría y cerraba en  su  labio inferior torcido; como si fuera un marinero enfermo en un buque solitario, que de ver sólo mar y nada más que mar, ahora lo tratara de secretar. Lo cual es (seamos sensatos), imposible hasta con la licencia poética más generosa. Me alejé a tiempo, pues le dije que era la oportunidad  de pedir más alcoholes para amenizar la noche, que para hacer honor a la verdad, no era un secreto que también  se nos había ido por la borda  puesto que no sabíamos de ninguna fiesta para auto invitarnos preguntando por algún Juan o Carlos que días atrás nos habían servido de pasaportes incomparables: "Carlos y Juan, después de ti, famoso y excelso poeta, son mis mejores camaradas", me había dicho el Pantera la noche anterior, cuando se acostó en el tapete de la estancia de mi casa,  impregnada  todavía  gracias a su pestilente mariguana.

            Pero yo ya la había visto desde antes, es decir, no después de que volvió a nuestra mesa uno de aquellos  tipos que habían escuchado gracias al Pantera, como un discurso filosófico podía volverse prédica de cliente borracho de un bar montado arriba de una lavandería y que, aunado a la espuma de su labio, me hacía imaginar que en cualquier momento le saldrían de la boca esferas de jabón que reventaran en frases  limpias y rechinantes como:

            —Joyce revolucionó la literatura, llegó partiendo madres...

            Hablando por supuesto en un tono panfletario y tan soberbio que seguramente se olvidó de que los interlocutores todavía existían y podían decir algo, como dijo el tipo sentado al lado de nosotros:

            —¿Quién es Joyce? ¿un cuate  que va a venir ahorita?

            Al instante mis ojos fueron a clavarse en el rostro del Pantera y los de él fueron y se clavaron en el rostro del otro tipo (porque de los ojos de Joyce ya ni hablemos); imaginé tanta furia en su mente gracias a la pregunta que estuve a punto de pedir al mesero un plato que le sirviera de escupidera, pues verle tanta espuma en el labio  me inquietaba y me hacía suponer que su instinto violento saldría esta vez sin concesiones o generosidad ante la dichosa pregunta, pero aún más incrédulo vi en su rostro como aquella energía destructora se calmaba y  recogía de la mesa su nuevo tabaco; con dos dedos se lo llevaba a la boca y lo chupaba con esa ironía en la mirada, deleitándose con su explicación mientras me sonreía con abulia:

            —Ha, pues Joyce es un irlandés, un tipo irlandés... —y  abriendo aún con mayor desinterés sus ojos orientales sobre mí, agregó con dolo y de mala fe: — es un escritor sin sueños de grandeza...

            Por sus solas miradas volcadas sobre mí pero como insinuando que yo era transitoriamente  invisible,  imaginé que empezarían a  despotricar en  contra mía gracias a mi ausencia, así que  para defenderme tuve que regresar de la bolsa de basura metafísica en la que me habían colocado y, en primer lugar, me resbalé con una cáscara de retórica innata, de resonancia prehistórica, de esas  que hacen decir algo que después de pensarlo dos veces, uno (u otro) se arrepiente (a menudo al mismo tiempo, aunque otro no le diga algo   a uno), y en segundo lugar puse un codo sobre la mesa señalando con el índice hacia arriba, para empezar a opinar sobre el asunto ya limpio y metodológicamente, pero después lo encogí cerrándolo en el puño, acto seguido lo abrí de nuevo, tomé  el vaso de cerveza y dije:

            —Ni hablar, ni hablar... brindemos por el irlandés y ya.

            Había sido en una cafetería donde los parroquianos eran viejos con sombreros que jugaban dominó o hablaban de sus buenos tiempos (que es casi lo mismo a decir: cuando los jóvenes éramos nosotros), y como documento sobre el tema sólo tenía un breve comentario que me había hecho Julieta, una amiga en común que teníamos y que me había dicho, antes de irse a vivir a Londres, que si yo conocía a Guerda Cail me iba a enamorar de ella y que ella incurriría en lo mismo enfocándome a mí "como si obedeciera su propio instinto", fueron sus palabras,  pero todo fue instintivamente rápido (porque estaba a punto de abordar el camión para México, donde tomaría el avión en el aeropuerto donde yo he despedido a tanta gente y siempre veo a las extranjeras hermosas con un dejo de desprecio, al hacerme a la idea de que ningún viaje a fantásticas tierras me ha prometido el destino), entre risitas y recados y mi enorme lista de regalos que le pedí donde figuraban postales imaginarias de Shakespeare enfundado en chamarra de cuero y pantalones vaqueros, el ángel de Picadilly Circus en un ataque de cirrosis o el Támesis relampagueando el reflejo del Big-Ben (y su tic tac), entrecortado por los campanazos de la noche o cualquier cosa que me hiciera prometerme que yo también iría allá algún día. Incluso, debo decirlo,  nos besamos apasionadamente  como conejos en celo (lo cual ya olvidé, también debo decirlo), y le prometí que de Miami tomaría un avión para Londres y me las ingeniaría para vivir allá como... Pero tal fue su apuesta: "Si se conocen se van a enamorar, y por instinto". Y a esa cafetería entré con mi traducción de Ezra Pound imaginando que los viejos ensombrerados verían en mí a un joven que tal vez pudiera entender su nostalgia si era capaz de ver en Pound alguna especie de grandeza, pues lo grandioso había que buscarlo hacia atrás,  había que ser arqueólogo de grandezas, pues el presente  era vacuo,  estéril y desolado. A simple vista era lo más entendible, pero también era entendible a otra simple vista que los parroquianos no iban a reparar más que en mi rara intromisión a su hábitat y en mi infinita soledad de paria insolente encorvado sobre la portada del libro, que  reflejaba la fotografía de Pound con una ráfaga de brillo que se me antojaba propia de escudo de armas. Una fotografía que hacía imaginar todas aquellas cosas maravillosas que no se han dicho y (quizá) jamás se dirán. Una fotografía que merecía una copa de vino como después de ofrendar un sacrificio. Una fotografía que propiciaba las ganas de ser poeta... Hasta que se desocupó  mi amigo mesero que servía diciéndome: "¿Te acuerdas de la chava que te habló Julieta?"  Entonces me la señaló girando sus ojos a la salida, pero ya no digamos qué tal cuando  alce de espectacular cornamenta  me otorgó la vista y  vi su borrosa figura que inmediatamente desalojaba el espacio como una flama a su lugar de origen: el silencio... Sentí un ligero y reverberante temblor en el labio inferior (que no alcé por supuesto), y  calculé la velocidad exacta de sus pasos —no sé cómo lo hice ni basado en qué extraña suposición—, pero distinguí  su alegre y carismático perfil apareciendo en subibaja por las ventanas arriba de los sombreros y me dije con indignación: "¿Carajo, pero qué estás haciendo?" Y salí a la calle para únicamente ver sus piernas bajo una minifalda, un liguero y sus calcetines aguados sobre sus botas de minero doblando la esquina.  Mi amigo salió en ese momento, me dijo lo que yo estaba pensando: "es bailarina" y ésa fue la razón por la cual le di un zape, en franca y atávica respuesta.

            Dos semanas antes de que la conociera se habían presentado a la puerta de mi casa el mismo tipo del bar que no sabía quien era Joyce y el Pantera, que inmediatamente pensé que quería presumirme su sombrero nuevo. Era la mañana de cualquier lunes  injusto (como suelen ser todos los lunes después de la Biblia), que alumbraba  frecuentemente como un maleficio al pequeño frasco de los nardos desfallecidos y secos de mi ventana y la vida era  aderezada por los ruidos acostumbrados de las escaleras, que las niñas del departamento de arriba bajaban con eso que se llama anfibología azotando sus zapatos blancos de charol, como una venganza gracias a mi música, que en las noches (o en las mañanas y tardes), parodiaba ritualizando bailes acongojados impregnados  con puñetazos y patadas, que tiraba a las paredes de adobe para desdecirme de la soledad que me impregnaba con caricias  lentas,  pusilánimes, imperceptibles,  ese tipo de cosas que (volvamos a la sensatez), no existen pero dejan evidencia, como el rostro de un fantasma familiar en el fondo  de la cacerola colgada o en los cuchillos llenos de cabello pegajoso, la insoportable gotera del otro lado de la pared como forma de tortura o el tapete orográficamente resquebrajado desde la fiesta de la grandiosa inauguración, que hacían ver a la venganza de las niñas de arriba como campanazos en el paisaje sonoro en medio del cual,  un árbol con mi propia cara, en silencio, se curaba  las heridas de los golpes que propina la quietud.

            Así había sido desde la fiesta de la grandiosa inauguración (a eso voy), que yo como aprendiz de arrendatario, no tuve ocasión de impedir y que tal vez hubiera sido lo más correcto, ya que la casera, en un arrebato de conciencia tal vez ocasionado por el ruido que vomitaban mis bafles estrobando  los diálogos de su telenovela nocturna, irrumpió  alegando un piadoso:

            —¡BÁJALE A LA MÚSICA QUE NO PUEDO DORMIR, LAS PAREDES DEL BAÑO RETUMBAN, OYE, POR FAVOR, AQUÍ VIVE GENTE SERIA, ESTO NO ES UNA DISCOTECA, ECA ,ECA!

            Cuya resonante calidez, dicho sea de paso, no sólo me empalideció de vergüenza con el repentino silencio de los invitados, que querían saber, con justa y algo estúpida razón que carajos había pasado, por qué se había cortado la plática, la risa y el baile, sino también me hizo imaginar a la casera regresando  por el individual y oscuro pasillo hasta su casa, como una rata diminuta en un tubo sobre agua puerca subterránea hasta encontrar una cáscara de comida y mirar  al frente, al dorado espejo de su baño donde se daría cuenta que se arrugó la cara y que hay que maquillarse de nuevo... "¡VÁMONOS!", dije hablando solo momentáneamente loco (eso creamos) después de  unos instantes, en  los que como unos ganchos de reacia carnicería descolgué mis ojos de lo que estaba viendo, para luego correr  hasta la cocina pateando a mis gatos, que no sabían por qué, de repente, tanta gente los acariciaba o les inventaban nombres que no tenían y agarré el agua puerca del cuello imaginando a la casera colocándose rebanadas de pepino en el rostro  bajo luz ultravioleta  y... "¡Qué pasó con esa música invitaditos?", grité cuando dejé los rones nicaragüenses en la mesa y  con su malicia mal ocultada (la de los invitados, no la de los rones, pues éstos últimos no suelen ocultarla), volvieron a hacerme sentir culpable por un segundo, olvidándolo después, por supuesto, con la plática y los vasos y algunas canciones de U2 detrás de lo que me platicaba una amiga sobre su bebé que precisamente había tenido en mis brazos esa misma tarde. "Es muy grandota", decía yo. "Y es bien inteligente", decía ella. Cosa que comprobé cuando no hizo caso al agugu tata y como una tabla en la mirada la aferraba  a las cervezas que la madre y yo cruzábamos mirándonos  los ojos y las bien deleitadas presencias.

            Pero no sólo eso, porque la vecina inmediata también jugó el rol de la sensatez (por única vez), ya que en adelante (a nuestro sensato modo de ver), no venía a pedir más bajo volumen sino también menos tráfico de gente, menos mujeres, menos ruido de vasos rompiéndose, menos voces que dijeran: “¡A este mundo ya se lo cargó la Chingada!” o: “¡Aguascalientes es un purgatorio al revés!”. Y cómo podía yo evitar carcajearme, si ella se paraba frente a mi ventana con el ceño fruncido y el pelo lleno de tubos, muy convencida de que podría levantar compasiones a causa de su pobre estereotipo  alegando a favor del trabajo y sobretodo del horario que por la mañana tendría que cumplir y yo decía: "por supuesto señora, le bajo", pensando en realidad: "¡No, le subo, maldita Medusa culera!"  Cerrando las cortinas de inmediato para celebrar que yo no tenía que checar tarjeta en ningún lado para luego no hacer nada y más justificadamente,  puesto que en la oficina pensaban que  había estado en la cárcel, que había leído Mi Lucha, que me había tatuado una virgen en la espalda,  que traficaba drogas afuera de las escuelas (por consiguiente, que ganaba más dinero que ellos), y que a pesar de que me extrañaban, era bueno deshacerse de gente de ese tipo de calaña. Pues cómo no: si conocer a alguien que ha estado en la cárcel es como sufrir un ataque repentino de pulgas, precisamente como lo sintieron mis invitados de aquella noche;  porque a medida que se fueron despidiendo  al irse acabando las botellas, se fue incrementando la furia de un amigo que trató de defenderme alegando que yo era un poeta y que me dejaran en paz: no solicitar música que él no quería, no decir cosas que él no quería escuchar, etcétera. A lo cual todos no tenían mejor modo que revirar: "¡Sí nos gusta la poesía, no seas... pendejo!" (Aunque por supuesto, lo más probable es que sólo supieran de poesía lo mismo que los creadores de  tarjetas de cumpleaños). Y a la amiga cuyo bebé yo había cargado en mis brazos esa misma tarde trató de incomodarla,  barajándole historias somníferas  fantásticas de las que los solitarios literatos  usan para enamorar mujeres  ingenuas y la quiso besar a la fuerza, y fue ahí en medio de gritos indignados de todo mundo, (incluso de los colados, que llegaron buscando a Carlos, o Juan, según dijeron), cuando lo tuve que sacar a patadas de la casa, lo cual se facilitó gracias al ron nicaragüense y por el pasillo   lo aventé a la calle donde tropezó con un árbol de medio metro y cayó al suelo mentando madres de  invitados y colados. Le grité que no se atreviera a volver y regresé marchando por la oscuridad diciéndome: "¡pa' mis pulgas! ¿Cómo es posible que la estupidez sólo sea manifiesta entre los inteligentes?", pensando que en realidad no necesitaba cocaína ni cualquiera de esas drogas que se conseguían down town.

            —¿Cómo ves? —dijo el Pantera tocándose el borde del sombrero, como un caudillo listo para la fotografía histórica.

            —¿Qué hacen? —les dije, todavía con mi flojera de desempleado desacostumbrado a lo que implican los lunes.

            —Te acabas de levantar ¿verdad? Pinche güevón —me dijo el que no sabía quien era Joyce al notar dos o tres pelusas de almohada en mi cabeza.

            Me la rasqué  con regocijo y les pregunté la hora.

            —¡Cómo que qué horas son maldito güevón! —señaló el Pantera a su muñeca sin reloj—: Yo ya te hacía escribiendo los versos más sublimes de la literatura o de perdida leyendo otros versos que te inspiraran esa gran cabezota... ¿Ya leíste el libro de Pound que te presté?

            —En eso estoy. (Por supuesto, no había leído ni una página)

            —No maestro... —siguió el Pantera—, pues como a nosotros nuestra mamá no nos paga la renta tenemos que movernos: éste güey me acompañó a León a comprar el sombrero y mis botas, nada más chécalas, porque no creas que te las voy a prestar como las otras. Siempre que voy a León está igual: todo sucio, grotesco, con olor a comida podrida, pero me gusta porque sólo ahí puedo comprar mi equipo de batalla. Fíjate qué raro: acabamos de ver un güey con una chamarra de Televisa y yo dije: ¡cámara! La invasión chilanga nunca termina... Por cierto, ¿Tu papi no te ha mandado dinero de México? ¡Ya despierta cabrón! Te digo que vi un güey, bueno, este güey también lo vio, y ya ves cómo la vida es rara: en el momento que pensamos venir a verte fue que lo vimos y me dije: que curioso... que curioso..., bueno, bueno güey, déjanos pasar que se van a calentar las cervezas...

            —¿Cuántas traen? —dije parpadeando y a punto de sonreír, al imaginar que pensarían que era un cabrón.

            —¿A verdad cabrón? ¡Míralo! Por fin despertó —le dijo el Pantera al otro.

            —Ya regrésame mis discos ¿no?  —me dijo el otro.

            Y después de propinarle una barrida de mala fe tipo ya-vas-maldito-embrión-de-seminaco,-no-sabes-quien-es-James-Joyce-dije-con-los-brazos- cruzados-por-supuesto:

            —...¿Y cuales pinches discos serán güey?

            —Ya... ya, a callar señoritas, Satanás no está de humor —dijo el Pantera haciéndome a un lado—, déjanos entrar.

            Cuando entramos a mi departamento, el Pantera continuó hablando en ese mismo tono exaltado y saltando:

            —¡Hiiiiii cabrón, tus pinches gatos cómo me quieren! Ven llegar al señor de los anillos y le rinden pleitesía..., uy, uy, bichos del demonio, ni crean que me voy a enternecer y les voy a dar cerveza ¿eh? Sólo es para los irlandeses, a ver, ¡dejen de discutir de los pinches discos y pon música! Pon uno de esos malos blues que hacen tan bien su trabajo...

            —Es que este pendejo me sigue alegando de sus discos —dije buscando mis cigarros.

            —Pues yo no sé —dijo el Pantera— pero lo que si sé es que te voy a sablear: me vas a tener que prestar unos morlacos porque con lo del viaje a León y las cervezas que le invité a este güey me quedé sin lana.

            —¿Cómo les fue en León? —dije inmediatamente para cambiar de tema y  esperando conservar los pocos morlacos que me quedaban en el bolsillo.

            —El Pantera está re loco —dijo el otro—, se puso a cantar en el camión sus pachecadas y la gente se nos quedaba viendo.

            —Híjole... qué interesante, por favor prosigue con tu relato —dije yo aquilatando el valor de cada morlaco  mientras encendía mi cigarro.

            —Bueno —dijo—, me refiero al camión urbano de León, porque en el camión de la carretera venía chupando y contándome sus rollos del tal Joaquín con el que se está quedando a dormir, y yo ya decía nel, no mames, pinche loco..., el güey ayer se quedó a dormir en mi casa y lo hubieras visto: muy modosito el cabrón con mi madre, hablándole de usted y toda la cosa, para que le diera chance de quedarse más días, pero como mi hermana se va a casar ya pronto, la casa está patas pa' arriba con los nuevos muebles y la lavadora/

            —Y la computadora y la secadora de trastes —dije yo asumiendo la cauda enumerativa— , los tintes para el pelo, las raquetas de tenis que nunca se usan, el equipo de herramienta que tampoco nunca se usa, la televisión nueva de pantalla gigante para que siempre esté prendida y las ilusiones de una nueva vida ¿no? Habría que casarse nada más para hacer el experimento, esa vaga sensación ilusoria.

            —Ni le hagas caso a este batracio —me dijo el Pantera con su característico desdén—, cuando me puse a darle a la Santa Misión al güey le dio pena y se quedó en la central camionera, esperándome  como si fuera mi hijo, porque creía que nos iba a agarrar la policía, psss... puta madre, a mí nunca me han hecho nada en ningún lado de todo el país cuando le doy a la Santa... santísima Misión, pero pus ya ves... mejor me hubieras acompañado tú, poeta maldito entre comillas, como antes, ¿te acuerdas?

            —Si me acuerdo güey, sólo por eso  dame una cerveza.

            —Y luego...—dijo el otro— ¡ja, ja, ja! ¡El pinche Pantera va en la calle luciendo sus botas y su sombrero nuevo como uno de los tres mosqueteros y que se le aparece un borracho andrajoso y le dice: "¿Donde estabas cuando fue el temblor compa?" Y el pinche Pantera que agarra de volada y se pone a recitarle la letra de la rola de Soda Stéreo!

            —Dénme un tabaco para inspirarme: haaaayyyy una grieta... en mi corazón... —irónicamente hablando y bebiendo el Pantera revive su anécdota (o mejor dicho: su acné-dota, mientras yo me río porque noto que lo de los morlacos ya se le fue a)— un jodido planeta... con desilusión. ¿Pero cómo empieza la rola? Yo: caminar entre las piedras hasta sentir el temblor en mis piernas, a veces tengo temor, a veces vergüenza, estoy sobre un cráter desierto, sigo aguardando el temblor en mi cuerpo... nadie me vio partir... lo sé. Nadie me espera... Pero en fin, cuando Gustavo Cerati dice: "te besaré en el temblor" le acerqué la brasa del cigarro a los labios y le dije: " a ver amigo, pon el hocico" y le hice así —parando los labios—, dale un besito a mi cigarro, mua, mua, mua, ¡ja! ho little boy... ¿Pero por qué no pones música?

            —Ya dame mis discos pinche David —me dijo el otro.

            —Ya te dije que no y no estés chingando.

            —Es que uno no es mío —dijo.

            No me importó en realidad que uno de los discos no fuera suyo, puesto que  los dos ya los había rematado en el mercado, para conseguir a cambio un buen desayuno de barbacoa sabor a diesel y le dije:

            —Ya me los prestaste hace mucho tiempo; por gracia  de la antigüedad ahora son míos.

            —¡No pinche David! Es que  no son  míos y se los tengo que devolver a una chava que me los prestó.

            —¿Cómo se llama esa chava que dices?

            —Guerda, es una bailarina.

            —Ha sí, sí, ya me han dicho...

            El Pantera nos interrumpió, como la mayoría de las veces, con sus noticias de mala muerte:

            —Oye, poeta maldito entre comillas, ya no puedo quedarme en casa de Joaquín, me vas a tener que dar quebrada aquí a partir de dos semanas.

            Y esa noche en el bar se terminaba el plazo con el que yo contaba para disuadirlo de aquella certera amenaza, lo cual al principio fue divertido, pues yo siempre alegaba a favor de mi intimidad y él alegaba sobre la gran amistad que nos unía y que, a su juicio, (si es que lo tenía) se iba a incrementar si compartíamos la misma jaula. Lo que me hacía pensar que quizá, pero que sobre aquella "gran amistad" yo tenía mucho para opinar, aunque me decía las más de las veces que era mejor y mucho más conveniente no hacerlo. Vaya generación ilusa. El día anterior, para mi desgracia, con bombo y platillo había iniciado ya aquél proceso  cuando llegó por la tarde y dijo lo mismo de siempre:

            —Malditos gatos tienes escritor famoso, bichos bichos, ¡a la verga!

            Y antes de que se tirara en el piso y dijera aquello de que "Juan y Carlos, después de ti son mis mejores camaradas", fumando su mariguana impregnando toda la casa, sentí algo que no podría explicar mejor que diciendo que, en efecto,  había un árbol con mi propia cara, pero que en aquél bosque donde se encontraba, había crecido otro árbol —o matorral espinoso, mejor dicho— que decía: "¡bichos bichos, a la verga!" Y después de que soltó su mochila militar en medio de la sala y dijo: "ya estuvo", se me erizaron los pelos de los brazos y cerré los ojos como si acabara de escuchar a un carnicero queriendo tocar un violín. Ahora: lo que me espantó no fue tanto el hecho de oír el blof de la mochila militar cayendo sobre el piso, sino más bien el hecho de que yo lo asociara con un carnicero queriendo tocar un violín, pues supuse que a cualquiera le espantaría  volverse una persona sensiblera.  Mejor supongamos que el sonido de la mochila al caer fue cuas, soc o cataplum.

            Al instante de todo aquello y sintiéndose rápidamente instalado y acondicionado, el Pantera programó la noche siguiente:

            —Si te enteras de una fiesta nos colamos, si no, después de la Santa Misión nos vemos en el bar.

            —Oye, pero...

            —¿Qué?

            —Olvídalo. (Pensaba decirle que me dejara el libro de Pound, pero como pareció olvidarlo, hice mutis por completo.)

            Como el tipo que no sabía quien era Joyce había vuelto a la mesa (y la primera vez no lo había interpelado puesto que ya imaginaba la cháchara de los discos), el Pantera sintió suficiente público para decir con su ironía:

            —...es un escritor sin sueños de grandeza...

            Y después de lo que yo dije y el brindis que aceptaron vacilantes a favor del irlandés, me soltó a bocajarro la pregunta (que era comparable a la pregunta que le había hecho al Pantera):

            —Y... ¿qué pedo con mis discos pinche David?

            Moví la cabeza arriba-abajo con cada sílaba del parlamento anterior e inmediatamente dije haciendo lo mismo con las sílabas del que sigue:

            —Ahí los tengo en mi casa, luego te los doy.

            Sin siquiera suponer que instantes después  Guerda entraría de lleno bajo la luz roja de la puerta garigoleada del bar, ocupando el lugar de mi sueño reluciente y lleno de esperanzas que no dejaba de soplarme al oído aquella idea (bastante loca, pero adecuada a esos días), que era el viaje a Miami; puesto que un ex compañero de la oficina que trabajaba en los laboratorios fotográficos desempeñando el mismo puesto que yo, (lo cual es casi un decir, puesto que en las tardes cuando había menos gente, metíamos a las niñas de la limpieza a los cuartos oscuros —que eran nuestros puestos— y las manoseábamos con rotunda y contundente vileza), ahora completamente cambiado de gestos y actitud, me había dicho:

            —Vámonos güey..., está de pelos, se gana buen billete...

            He inmediatamente después me contó los pasos de la estrategia ("El proyecto Miami", como   bajo ese título lo archivé después en los recuerdos de ese porvenir que se antojaba tanto), puesto que él dijo: —"lo fácil"—, era llegar a la frontera, —"eso es lo de menos güey"—, llegando allá y con previa cita telefónica, un contacto suyo nos recogería después de brincar la barda/

            —¿En dónde? —dije yo  con la agustiosa presencia del mapa en mi cabeza.

            "El ya sabe güey", y correríamos escapando de las lámparas y los balazos, cruzaríamos el Bravo y amontonados en su auto llegaríamos a Miami, donde nos estaría esperando, en su hotel supuestamente, un tipo que él ya conocía, al que yo imaginaba gordo de origen cubano con traje de lentejuelas moradas y pulseras caras, con esa sonrisa de ceja alzada y premolar de oro iluminando todo lo que pueda iluminar la avaricia, la codicia, la corruptela y la orden inmediata que sería: "¡A chambear güeyes!"

            Desde las seis de la mañana nos levantaríamos para cargar cajas con toallas y refrescos, con la emoción de que inmediatamente después seguirían las demás tareas a las que habría que entregarse sonriendo de oreja a oreja o en su defecto hacerlas llevaderas con chistes locales: fregar y pulir pisos, barrer y no berrear, lavar trastes pero sin dejar todo al traste, servir rones con refresco de cola, agarrarlas de la cola y matar   cucarachas y ratas de las bodegas, luego ambientar la música del lobby con Frank Sinatra, mantener limpia la zona de trabajo, no estorbar a los fotógrafos ni al gerente (ni por supuesto a su comitiva de ilustres desconocidos),  tener las uñas limpias constantemente, no fumar ni beber durante las horas de trabajo, no meterse las manos a los bolsillos, no rascarse la nariz delante del cliente, no mascar chicle delante del cliente, no mostrar cansancio, no estornudar, toser o bostezar delante del cliente,  no apoyar los codos sobre la mesa, no mantener conversaciones con el cliente (o por lo menos no en presencia del cliente), no perder el encendedor ni la pluma, ir al mall para el abastecimiento de insumos, hacer la contabilidad de botellas, limpiar la barra y la cristalería fina, recoger basura de la arena, no bañarse en el mar, cuidarse de la migra y la policía, no hablar español con los compañeros, no soltarse ni siquiera un pedo de desaprobación hasta esperar los trescientos dólares del fin de semana y en la noche, con orgullo y devoción, dormiríamos con sarapes y cobijas mexicanas en medio de cajas de cartón, soñando el mismo son cubano de todo el día que pidió el cliente, pero por supuesto yo no dormiría mucho: saldría al aire fresco de la playa, tendría mis obsesivas meditaciones eternas y me echaría a caminar o miraría desconsolado hacia las estrellas, soñando con clavar un grito en la garganta del océano y a lo lejos palpar todo un paisaje carnavalesco: las luces titilantes debajo de las chozas, el suave misterio de lo desconocido, el oleaje rumoroso del Atlántico, la sensación de permanente extrañeza y claro, yo escribiría poemas de todo eso: de las despampanantes güeras de anuncio de cerveza, los inmigrantes, la violencia de las discotecas, los enfermos de sida,  la heroína, el crack, los consorcios y las tiendas de Gap, los pases de Dan Marino, la industria del video, la industria del consumo inconsciente, la industria del consumo exigente, la industria del consumo masivo, etcétera. Escribiendo a la luz de una vela y feliz, al igual que mi padre que se reventaba a Hegel a los diecisiete, cuando en las noches regresaba a la casa mi abuelo borracho y vomitando pulque por todos lados.

 


 

domingo, 24 de marzo de 2024

POESÍA DE HACE 15 o16 AÑOS Y SIGUE IGUAL DE VIGENTE

 

El poeta como un pescador

Lawrence Ferlinghetti

A medida que envejezco me doy cuenta
de que la Vida se muerde la cola,
y que otros poetas y otros pintores
ya no son competencia alguna.
El desafío es el cielo,
el cielo que todavía requiere ser descifrado,
con todo y que los astrónomos se esfuerzan
por escucharlo con sus inmensos oídos eléctricos,
el cielo que nos murmura constantemente
los últimos secretos del universo;
el cielo que ihnala y exhala
como si fuera el interior de una boca
del cosmos,
el cielo que es también la orilla de la tierra
y la orilla del mar también.
El cielo con sus muchas voces y ningún dios.
El cielo que encierra un mar de sonido
y nos transmite un eco
como una ola contra un dique.
Poemas completos, diccionarios completos,
enrollados en un trueno
y cada atardecer una pintura abstracta,
y cada nube un libro de sombras
a través del cual vuelan libres
las vocales de las aves a punto de gritar.
Y el cielo está claro para el pescador
si bien encapotado.
Él lo ve tal cual es:
un espejo del mar
a punto de caerle encima,
en su bote de madera, en el horizonte oscuro.
Tenemos que pensar en él como poeta,
frente a frente con la vieja realidad de siempre,
donde no hay pájaros que vuelen antes de la tormenta.
Y él sabe lo que se le viene
antes del alba,
y él es su mejor vigía,
escuchando el sonido del universo
y cantando sus avistamientos
de la tierra de los vivos.

 


Versión de Alberto Blanco.

viernes, 8 de marzo de 2024

TEXTO INVITADÍSIMO POR ELENA BERNAL MEDINA

 

 

COMO UN ECO QUE SE METE EN LAS ENTRAÑAS[1].

Elena Bernal Medina

Para Alondra Alonso Álvarez

Pues sí, esa es la ley de la vida, que ellos se vayan pa allá, pa’ los Estados Unidos y dejen a sus mujeres solas, preñadas de una o varias criaturitas; pero lo cierto es que el destino tiene retortijones que duelen hasta el alma, casi siempre la respuesta, si es que la hay, es una carta del marido, con la promesa de regresar pronto, ‘en cuanto se pueda’.

“Aguanta un poquito, nomás junto para la camioneta y el terrenito, pa’ construir nuestra casa y tener un pedazo de tierra donde sembrar, ahí crecerán los niños y se harán hombres de bien, trabajadores, pa’ que conozcan la siembra y cultiven maíz y frijol; y si son niñas, pues tú les enseñarás a tortear, a lavar, a ser mujeres, no como tantas que por ahí andan así nomás sin hacer nada.”

 Porque si me quedo nomás aquí soy un huevón, un bueno para   nada, en cambio, si uno decide irse pa’ allá, la cosa cambia, hasta las muchachas quieren con uno y se pasean por el jardín como partiendo plaza para ver a cuál escojo, cuál es la reina, la mera dueña de mis dólares, la que diga “este hombre es mío le disguste a quien le guste”.

El viento revolotea con los rumores de este pueblo, mientras la meritita verdad se hace presente entre la nopalera, donde están mujeres solas, que esconden su amargura entre las faldas, en el baile del pueblo, en la charreada, en la comunión de los domingos, después de confesarse y decirle al padre que han pecado, que ya son muchos años de no ver a su marido y se han tocado el sexo con sus manos, tan sólo para saber que están ahí, vacías, pero esperanzadas a que su hombre llegue y cumpla con su deber.

En las noches de luna llena, como un eco lejano, se escucha el canto de los grillos.

Juan, ¿por qué no estás aquí, conmigo?... no ves que te necesito. Las noches son muy largas, los días ni se digan, parecen madejas de hilo amarradas a un carrete hasta hacer bolas y bolas de estambre, sí, de infinito estambre donde se tejen los segundos mientras yo me pregunto ¿qué estarás haciendo allá?... yo sé que trabajas en la pizca, pero quién quite y ya conozcas a alguien que te caliente la cama, quién quite y ya no me quieras y ya se te haya olvidado la promesa de volver. Y así estoy, a duro y dale con los pensamientos, haciéndoles nudos, atorándolos y desatorándolos en este tejido de recuerdos, dándole para atrás y para delante, hasta que llego a la conclusión de que sí me quieres, ¿quién le manda dinero a su mujer y a sus hijos si no los quisiera?... ¿quién?... Y sí, sigo siendo tu mujer, aunque luego se diga que ya pasaron diez años de que te fuiste y que a ti Juan te han visto en Dallas muy bien acompañado, ‘contentote el hombre’, con una mujer que presumes del brazo: “es pocha, pero ella si tiene papeles  y a él, pues eso le da segurida’.” Eso me lo contó José, el hijo de doña Chayo, el otro día que nos topamos en la tienda; luego apretó los dientes y así quedito para que no lo escuchara nadie más, me dijo: “si todavía estás buena Lupita, tú dices si quieres una noche calientita conmigo.” Faltaba más decírmelo él, si es amigo tuyo Juan, no vaya a ser que nomás por pura habladuría de la gente, te llegue el chisme y me dejes de mandar dólares. Entonces sí, me quedo como el perro de las dos tortas, sin ti y sin dinero.

Porque de aquí para allá, todo se sabe o se inventa, de acomedidos está lleno el mundo, más para el chisme, no falta que alguien de los que han venido te vaya con la noticia, sea o no sea verdad; porque de allá pa’ acá, la cosa cambia, sólo se escuchan puros rumores, puros runrunes que taladran la cabeza de tanto repasarlos como buscando una salida; cuando crees que es verdad, llega el otro y te dice, “pero comadre, cómo le va usted a creer a José, si le da harta envidia que mi compadre tenga a su mujer en México, esperándolo y él ni un perro que le ladre, no comadre; ahora que si de verdad quiere saber qué hace su Juan, pues yo se lo digo, la invito al monte a platicar y entonces sí le puedo dar santo y seña de él; claro que si no quiere ir al monte, por lo que los otros vayan a pensar, entonces la invito a la ciudad, a tomarnos una cervecita a salud de mi compadre, ¿cómo ve?...

¿Cómo ves Juan?... y ganas no me faltan, pa’ decir verdad, me siento muy sola, los chiquillos crecen como las milpas y ya ni preguntan por ti; ya se acostumbraron a que su papá es ese de la foto que está ahí en la sala. Yo creo que cuando te vean ni siquiera te van a reconocer, Juanito estaba bien chiquillo, tenía un año dos meses y Lupita, ella ni siquiera te ha visto una sola vez; yo estaba embarazada de ella cuando te fuiste, quesque para que nos fuera mejor, y yo la mera verdad no veo pa’ cuando regreses, ni tampoco veo pa’ cuando salgamos de esta pobreza; ya ves que tu mamá se hartó de tenernos y me dijo que ya no cabíamos en su casa, que mejor me fuera al terreno donde ibas a sembrar, que fincara un cuartito y lo fuera haciendo a mi antojo, ¿como si estuviera para eso?... para cumplir antojos. Si no es porque tu hermano Luis se prestó para ayudarme y construir, no sé qué hubiéramos hecho. Ya tenemos el cuarto donde dormimos todos y a un lado, una cocinita y algo que parece sala, nomás pa’ ver la televisión y dejar de estar pensando.

Ahora que si no quieres venir por las habladurías de la gente, pues allá tu conciencia Juan; si me vas a reclamar lo del niño, yo que te puedo decir, ¿qué harías tú después de tantos años de estar esperando?... Ni tu hermano ni yo tuvimos la culpa, además el chiquillo se parece a ti, le puse Juan Antonio, pa’ que se llame como tú y como su abuelo, tu papá, aunque yo no lo haya conocido; tiene las cejas gruesas como dos gusanos quemadores y la misma trompita parada como la de ustedes. Yo, si regresas, tampoco te voy a reclamar, ¡faltaba más! Si nunca me has dejado de mandar mi dinero, ¿y quién le manda a quién no quiere?... nadie Juan; si tú sigues siendo mi marido, si sólo tu hermano se atravesó en mi vida y punto. Lo del accidente donde murió, fue una desgracia, sí, pero qué se le va a hacer, el camión se le vino encima y no lo vio. Era en la noche y ni luna llena estaba pa’ alumbrarlo, ni siquiera los grillos andaban por ahí, como siempre, cantando, como un eco que se mete en las entrañas, para no salir jamás.

 

 



[1] Cuento inspirado en la exposición visual “Trayectos aproximatorios”, como proyecto de beca del FONCA, de Alondra Alonso Álvarez, que se expuso en el Museo de Arte Contemporáneo No. 8, en septiembre de 2011. Se adaptó al teatro y se presentó con mi grupo Punto y coma, dentro del espectáculo “Claroscuro de una mutación involuntaria”. (2022 y 2023).

NO FUE LA POBREZA: FUERON LOS MALDITOS LOS QUE NOS ABANDONARON


 

POR MARCOS GARCÍA CABALLERO

 

Charles Baudelaire, figura icónica entre fines del romanticismo y lo moderno, nació en 1821; mientras tanto, México transitaba de colonia española a ser, de forma vacilante, una nación independiente. Baudelaire murió exactamente 40 años después, en la miseria y el abuso de sustancias tóxicas (por ejemplo, el opio); el otro ícono, Rimbaud, tuvo más o menos la misma suerte ya muy conocida. Su legado ha sido venerado casi los doscientos años que nos separan de ellos: en Francia, en el bachillerato, los jóvenes actuales franceses se enteran de ellos por obligación; los poetas que les hemos tomado como influencia en medio mundo, nos siguen leyendo mucha gente, sí es así pues, (no deseo hacer mucha especulación sobre, digamos, la poesía mexicana reciente, pero con afán de robustecer el escrito los remito a mi blogspot que ya saben la dirección y el texto es de Sergio Vicario, titulado: ¿De qué hablamos cuando hablamos de poesía?) pero los llamados hasta hace por lo menos un lustro serios o importantes secretos del mundo que hacen a la gente descubrir aún a muchos autores; ya sean poetas, cuentistas, ensayistas o novelistas, ya no buscan a los poetas malditos: mejor dicho: ya no hay nuevos secretos del mundo dichos o sugeridos por los poetas malditos. La poesía fue, otra vez, violada, esta vez no perdió originalidad, fue acusada de ya no poseer secretos. Hubo mayoría de votos, fue noticia de terceras páginas y eso, en pocos diarios. Vivo en una ciudad mediana del centro del país: ahí, ya no veo a jóvenes hombres que vayan fumando por la calle vestidos de negro con Efraín Huerta o Octavio Paz bajo el brazo. Esa parte de la cuestión es la justificación de estas líneas. Los jóvenes actuales, “aunque vivan entre la cerveza y el speed metal” (cito de memoria a Monsiváis), hace ya tiempo que dejaron de escribir sobre el metro urbano, ya jubilaron los trajes negros, los cortes de pelo punkies y toda ésa masa de cultura underground que aprendieron de The Cure y que después se enteraron que todo eso venía de los poetas malditos como golpeando la tangente de los contenidos europeos que hablan, por ejemplo en Charles Baudelaire, de la gloriosa época micénica de hace 2500 años a. C. y los tiempos en que Sócrates les tiraba rollos aplastantes a sus interlocutores. Tal vez el sueño de los malditos era también como el de los griegos: el ágora permanente, ajá, pero a los jóvenes que conviven con nosotros en este país desde fines de los años noventa y el inicio exacto del siglo XXI ya no les importa leer, qué va, ni siquiera vestirse como darks, dandys o flaneurs, ¿Qué es lo que sí les gusta? Bad Bunny, que les dice, en vez de José Agustín, de qué se trata lo que les empieza a importar, de hecho mucho tiempo les gustó El Cártel de Santa, y es ahí donde vive y entra nuestro país actualmente, el fenómeno migrante de la masa de inexistentes inmigrantes de Centroamérica, México, Colombia y anexas, de ahí surgen los ya conocidos documentales sobre La Bestia, la fea, (pues sí, es fea y da tristeza), pobreza que no nos abandona, pero gente como Roberto Bolaño o José Vicente Anaya que fueron camaradas de la marginalidad y mucho después reconocidos casi mundialmente, ya no existen.

“Quiero transparentar mi lugar de enunciación” Dijo Ana Emilia Felker, (recientemente publicada en Letras Libres) en otras palabras, separemos el kiosko donde se vende Letras libres del puesto de mangos enchilados y llenos de moscas ¿Verdad Felker? Aguante vara porque usted es una dama muy guapa; permítame descorchar un tinto en honor a su Premio Nacional de Periodismo 2015.

Ya lo había dicho José María Pérez Gay, (supongo que en Tu nombre en el silencio), caminar por Londres o París es como dar quince pasos en cualquier otra ciudad del mundo, (afortunados los latinos que hemos podido), pero dar quince pasos en la CDMX, entre el mar de gente, los autos Audi y Mercedes-Benz, los puestos de comida callejera junto al hecho mismo de que es imposible asimilar todo ese paisaje en segundos, todo eso me hace pensar que Bolaño o Anaya, si vivieran, serían en estos tiempos, los recogedores de basura de Tepito hasta La Condesa, y en las noches de eso harían sus narraciones y sus poesías.

¿Y ése sería el secreto del mundo?

Buenas noches, estimados radio escuchas, estamos aquí en vivo y en directo hablando para una transmisión con Charles Baudelaire para hablar de su nuevo libro, qué tal ¿cómo le gustaría empezar?

Merci, mire, mi libro es una sátira de El Cartel de Santa que empieza con una cita de Jenófanes y otra de Anaximandro, ¿se puede fumar aquí dentro?

¿Pero la pobreza? Mal e “invisible desde mi lugar de enunciación”, pero ¿Qué te digo lector? ¿Aceptarías que a estas alturas del partido te dijera: ¡¿Mi hermano mi semejante eh hipócrita hermano!?