2.
Al comenzar, sucede que voy muy abrupto, constipado, presuntamente
destetado hace mil años, y dechado de nostalgia pido la cuenta y la conozco en
un bar. Al principio no parecía una mala idea porque al principio, cuando se
cuelan al entendimiento y empiezan a frotarse con las ganas que uno ya trae de
usarlas, por lo general parecen buenas todas
las ideas, que quede claro. De momento,
se puede hablar de las tres consecuencias inmediatamente relevantes, que fueron
y por fortuna serán para siempre posteriores a tal acontecimiento: una hora después llegó el primer beso, un
poco apenado, pero dilatándose a sus anchas en tiempo y espacio de cuatro
comisuras abiertas (y otras cuatro cerradas) para contrarrestar el gravoso
efecto de la culpa de no dilatarse, como siempre solía sucederle a sus
propuestas o marcos teóricos aún en los casos menos depauperados. En segundo lugar, como toda excepción que
prueba la regla, me llegó (ella a mí) aunque más tarde pregunté por ella y, mi
rey, no te preocupes fue la respuesta, así que ya una vez reguladas las cosas,
hubo uvas para cada quien y hubo comercio y desembarco de las tropas, pero
gracias a las trompadas, no hubo que ir a Cuba por los habanos ni a la tienda
por chocolates ni saltos de tiempo enormes como en las películas. En tercer
lugar, para no variar, como en las últimas veces experimentaba deseos insólitos de regresar al último
espacio visitado, (en este caso, el bar) por algún objeto olvidado casualmente
(en este caso, ninguno), ya que la
rectificación se me había vuelto una maña de tipo responsable, una sencilla encrucijada de dudas que me hacía pasar como tal (en este caso,
qué tal responsable), y apoltronado en la situación como cacique en época de
sequía en sus hectáreas de serenidad. Cualquier hombre (en este caso,
solamente), no olvidaría que la noche es misteriosa, ni un beso, aunque lo
misterioso a la noche nadie se lo quita y misteriosamente los besos son siempre
posteriores a la llegada y un hombre responsable no abunda en el asunto.
Pero no hablemos de
mañas, mejor vayámonos antes de pagar la cuenta. Cosa con la cual yo no contaba
pero contando días, semanas y meses, la navidad
estaba lo suficientemente lejos pero empezaba a sentir ya la clásica
tristeza con que sobrenadaba la fecha, que de seguro es una alberca rebosante de felicidad para cualquier otro,
como suelen pensar los deprimidos que es en realidad, pero prometiéndome que en
Miami jamás pensaría en eso. El viaje a Miami representaba mi revolución
personal y era re quete fácil pensarlo así, esa noche desde el bar, mirando los
rasgos asiáticos de mi broder, el
Pantera (su viejo apodo antes de que saliera del país), que estaba al
lado de mí leyendo en voz alta un libro mío de filosofía en un tono irónico que
desde entonces, ha sido mi maldición. Del libro no había argumentación alguna
que no le hiciera privilegiar su soberbia
(o su decantada y modulada voz que más abajo sonaba como a:
"...agárrense porque érase una vez en el oeste cuando..."), como si
su larga cabellera se paseara
compasivamente sobre los
argumentos del autor que yo
descubría por aquel entonces y razón por
la cual se habían vuelto rentables la mayoría de mis pláticas callejeras, pues
a cambio de algunos axiomas de filosofía práctica me regalaban una moneda.
Verbigracia: Qué Pachuca por Toluca, qué milanesas que no bisteces yo creí que
ya hamburguesas, no te azotes maestro, que planeta, que ondita o en especial no
te electrocutes demasiado broder porque ahí te va el sable.
Gracias alcohol, porque me has quitado tanto, gracias
inexperiencia, porque me has enseñado a tratar de ocultarte (aunque de por sí
no se trata meramente de un estorbo orgullosamente aposentado en el pasado,
sino fruto del incalculable ramillete de posibilidades que de una u otra manera
iremos revisando para que el libre albedrío siga trabajando en lo suyo), y gracias, por último término en esta breve
antología personal, a las ganas de no parar de reír, pues a causa de su
hegemónico y locuaz protagonismo, ninguno de los dos entendía nada o poca cosa
de filosofía, si creemos que poca cosa puede serlo y si creemos también, que la
filosofía puede ser cosa entendida en bares.
Me quedaba bastante claro que el
Pantera, portentoso vago trotamundos lleno de verbo pero aficionado a la torpe
poesía de Julio Cortázar, pasaba de filosofía como si ésta fuera un conjunto de
chorradas o simplemente ocurrencias, mientras yo resguardaba celosamente mi opinión (como
debe hacerlo cualquier profesor al oír
una chorrada), y sólo podía entender que la filosofía ha sido, es y será, como
dijo Fernando citando a José, una
especie de poesía sofisticada, producto de poetas que se volvieron los
responsables de sopesar, valorar y aquilatar verdades y mentiras y ejercer este
inédito oficio contra la inercia viscosa del mundo. Pero como su fondo guardaba y aguardará algo de grandeza,
aún sin dar muchos estériles balances esclarecedores, era evidente que
dadas las circunstancias actuales de la filosofía, su grandeza
no sufría detrimento alguno al leerla de ese modo en un bar de cualquier
ciudad de provincia, como Aguascalientes, por poner un ejemplo y también un
contexto, como suele —y debe... como no— presumirse en estos casos. Ahora se
tiene contexto y texto, sólo falta sexo, pero eso se consignará a su momento,
porque también hay su-sexusful-story en esta historia.
Pero el contexto más importante suele ser el más pequeño y
puesto que del texto no entendía nada, empecé a preguntarme: "¿Quien
carajos es este tipo?" Y no por el hecho causal de que casualmente lo
hubiera conocido en una charla en la que
yo trataba de abrirme paso improvisando de manera importante, lo cual es un verdadero logro cuando la gente siente de antemano que lo es, sino por la gracia con que sincronizaba la palma
de su mano con los enunciados del filósofo. Su truculenta espontaneidad era tal
que cuando el filósofo comenzaba en algún párrafo su argumentación, como por
acto reflejo el Pantera alzaba la palma de su mano de la mesa como policía dejando correr el tránsito y cuando
el filósofo ponía punto y aparte (o se daba fuerza para sustentarse y
esclarecer lo que a cualquiera sonaría imposible),
era el Pantera quien
dejaba cruzar cualquier opinión posible depositando de nuevo su mano sobre el
mantelito rojo que nos rozaba las rodillas. Pero mi opinión no quería circular bajo procedimientos de
mímica vial (menos claro, sobre un mantel rojizo), y en consecuencia con cierto
hartazgo sólo expelía el humo del
cigarro sobre su mano, la que inmediatamente ejecutaba garabatos de mímica
superior, como una tarántula asfixiándose entre su propia componenda de pelo,
colmillos y esa caricaturesca fama que las ha hecho pasar siempre por animales
despreciables. El segundo lugar en despreciabilidades, la ocupaba mi habilidad,
que ya empezaba a suponer (muy
autista de su parte), que mi opinión
sobre todo aquello me la diría a mí mismo más tarde, cuando obviamente, sería
más reconfortante dormir plácidamente soñando con Miami y dejar la filosofía para mañana.
Pese a todo, el Pantera
no se quedaba para siempre en la simple mímica muda sino que logró con su muy
particular hilaridad, que dos tipos se sentaran en nuestra mesa a escuchar por
su voz propia, la mismísima voz del filósofo que nos ocupaba. Los dos se
marcharon rápidamente hacia lejanas mesas (que ostentaban manteles de otros
colores: rosa mexicano, púrpura curiosidad, verde indagatorio o azul arabesco
donde se veía que no se ponían de acuerdo), pues no nos decidimos a
interpelarlos. Francamente, el tejido de voces en el bar se entremezclaba, como
todo tejido que se precie y al que no se le aprecien las costuras, ni las
moscas, ni los cuadros grises que dibujaban si por descuido te les quedas
viendo: un cuadro, luego otro y así
sucesivamente y bajo los focos rojos y las viñetas (enmarcadas junto al precio
que ese sí era precioso solo de verlo así de solito y abstracto), fuimos
fratría pomposamente imperturbable —hasta el calificativo suena como sueña a
que soy tu room service de miradas o
qué milagro; bye the güey como se hace el estado, y por culpa del estado por lo
menos estoy aquí de nuez y tú qué pez. Aaah, pues yo también, dizque, pero a
huevo. Luego todo terminará en alusión a
vidrios, camarones o cámaras, o probablemente por unanimidad un silbido
o un chido, que torneará la retirada,
deseándose el bien o en inglés U2, tanto mejor.
"Creo que nos hemos topado con un
símil", me dije mientras lo iba deduciendo con sucesivos tragos (que por
cierto, cada vez hacían más fácil asimilar los símiles más descabellados):
"finalmente la filosofía es como el billar: oculta la realidad en la buchaca y
pretende darnos la verdad como la
belleza de una carambola...", comencé a decirme tratando de interpretar
después de un rato de que, a fuerza de soberbia e ironía, el Pantera logró
atraerme a lo que leía. "...pero mejor no opinaré sobre el tema, pues la
mesa de billar es muy grande y hay muchas buchacas y bolas y tacos, lo cual da la idea de jugadores..." Me dije para mis
adentros tratando de intuir más o menos que la interpretación viene de la realidad
(es decir, de la mesa de billar), a la conciencia y que la opinión (es decir,
tal vez el taco), toma el camino opuesto, pero sólo después que la
interpretación hizo lo suyo como ella lo quiso (el cálculo egoísta para ganar),
y que en cualquier materia, desde bioquímica, política a filatelia antigua,
vale más la opinión que dice lo que interpreta (el mejor cálculo o la mejor
especulación), a las famosas opiniones de los famosos y excluyentes
"yoes" a los que ya sería groseramente inútil cuestionar cómo es que
llegaron a serlo... si luego luego se ve
que no saben ni cómo sujetar los tacos.
Y éste (hondonada más o superficialmente
menos), es el primer argumento de peso
que se me ocurre para explicar que toda filosofía está todavía cercana a
la opinión y que viene a ser de sabios separarlas lo más posible:
desmitificarlas a cada una pero dentro de su propio campo de acción, procurando
que no se estorben... Bueno, eso opino
yo, pero esto suena tan bonito como un
balazo justiciero así que se creerá que soy muy razonable, lo cual me parece un
calificativo pedante y molesto, puesto que en rigor no hay —a pesar de lo que Foucault llamó "sistemas de
transgresión"— axiomas que midan de arriba abajo o viceversa los
parámetros en los cuales la razonabilidad puede y debe actuar... (este paréntesis podría explicar cómo se debate la
validez de la razón, la vida entera), pero mejor digamos que la elección
correcta en cada caso sólo puede hacerla la interpretación y sólo en tanto se
aleja de su famoso yo interno: agarro el
taco, agarro ganas y sé que voy a ganar, el mundo me observa y estoy inspirado.
Personalmente, es decir, acá entre nos, (que no es lo mismo a nos entre acá),
prefiero escupir a definirme como
razonable en el significado usual del término por mis actos: quiero decir
—además de que no hay que perder de vista la exageración, pues la inspiración
es uno de sus más grandes y elocuentes modos—, que era mejor pensar que mi
estancia en el bar era mejor atribuirla a que al Pantera y a mí nos gustaba beber y filosofar, a
pensar que gracias a nuestro gusto los dueños del bar (especialistas en hacer
amigos sin expresar sus opiniones, es decir, no sacar los tacos gratis), se
hacían de plata porque veníamos a opinar, como toda la gente lo hace con su
vida en los bares, después de quejarse de tales conceptos indisociables como
son, polka, jarabe, bar y vida, aunque lo embarrado ya nadie te lo quite. Todo
esto sólo tenía que ver con la forma en
que uno se siente más cómodamente conceptualizando y hablando, pero yo tenía
mucho rato de no hablar y conceptualizar, lo cual era raro, porque como dijo
Federico los conceptos tienen historia o definición, pero de eso se ha hablado
durante los últimos dos mil años. Pero es que ese día, después de comprar la
comida, había leído por primera vez a Ezra Pound y a la corteza de mi
entendimiento Ezra Pound iba
entrando como un cometa en un
bosquejo de galaxia dibujado en un pizarrón frente a una treintena de
adolescentes trasnochados a los que les pasa exactamente lo mismo adentro de la
cabeza y por tanto las palabras del
profesor a veces se tienen que repetir...
"¡Ja!" Había
dicho Ezra Pound, y como sus versos se enredaban mucho con la sustancia y el
arte de su tiempo (o de los tiempos homéricos), ese "¡Ja!" era lo que
yo más cuerdamente podía tratar de interpretar, lo cual era magnífico para una
noche seca y neblinosa como aquella y tan lejos del año siguiente donde las
opiniones iban a hacer su agosto. Quizá quería decirme que mi exagerada víspera
navideña debía entristecerme puesto que el año siguiente no era para derramar
ni una lágrima.
Fue cuando el filósofo,
haciendo gala de buen taco especulativo, citó a Joyce ¡y el Pantera se puso
contento de la frase!:
"No
pienso hacer nada por mi patria, pero no me
importaría
que mi patria hiciese algo para mí."
El Pantera retiró su
mano del mantelito rojo y la escondió debajo de la mesa, dejó el libro volcado
boca abajo en la página de la cita y volvió a aparecer su mano con un cigarro
que prendió sólo para expeler el humo con el modo de alguien que supone que va
a decir algo importante:
—Ahora escúchame tú,
infeliz bastardo, que quieres ser un grande y connotado poeta...
—Sí claro... érase una vez en el oeste... ¿verdad?
Mi respuesta lo hizo
enfurecer, grueso y absolutamente. Azotó el libro levantando una estela de
polvo del mantelito rojo, dando a entender que el tráfico de las opiniones
estaba de ahora en adelante vedado, y a medida que iba argumentando rabiosamente
cosas que ya obviamente no me importaba escuchar, obviamente también
acumulaba una telaraña de espuma que se
abría y cerraba en su labio inferior torcido; como si fuera un
marinero enfermo en un buque solitario, que de ver sólo mar y nada más que mar,
ahora lo tratara de secretar. Lo cual es (seamos sensatos), imposible hasta con
la licencia poética más generosa. Me alejé a tiempo, pues le dije que era la
oportunidad de pedir más alcoholes para
amenizar la noche, que para hacer honor a la verdad, no era un secreto que
también se nos había ido por la
borda puesto que no sabíamos de ninguna
fiesta para auto invitarnos preguntando por algún Juan o Carlos que días atrás
nos habían servido de pasaportes incomparables: "Carlos y Juan, después de
ti, famoso y excelso poeta, son mis mejores camaradas", me había dicho el
Pantera la noche anterior, cuando se acostó en el tapete de la estancia de mi
casa, impregnada todavía
gracias a su pestilente mariguana.
Pero yo ya la había
visto desde antes, es decir, no después de que volvió a nuestra mesa uno de aquellos tipos que habían escuchado gracias al
Pantera, como un discurso filosófico podía volverse prédica de cliente borracho
de un bar montado arriba de una lavandería y que, aunado a la espuma de su
labio, me hacía imaginar que en cualquier momento le saldrían de la boca
esferas de jabón que reventaran en frases
limpias y rechinantes como:
—Joyce revolucionó la
literatura, llegó partiendo madres...
Hablando por supuesto en
un tono panfletario y tan soberbio que seguramente se olvidó de que los interlocutores
todavía existían y podían decir algo, como dijo el tipo sentado al lado de
nosotros:
—¿Quién es Joyce? ¿un
cuate que va a venir ahorita?
Al instante mis ojos
fueron a clavarse en el rostro del Pantera y los de él fueron y se clavaron en
el rostro del otro tipo (porque de los ojos de Joyce ya ni hablemos); imaginé
tanta furia en su mente gracias a la pregunta que estuve a punto de pedir al
mesero un plato que le sirviera de escupidera, pues verle tanta espuma en el
labio me inquietaba y me hacía suponer
que su instinto violento saldría esta vez sin concesiones o generosidad ante la
dichosa pregunta, pero aún más incrédulo vi en su rostro como aquella energía
destructora se calmaba y recogía de la
mesa su nuevo tabaco; con dos dedos se lo llevaba a la boca y lo chupaba con
esa ironía en la mirada, deleitándose con su explicación mientras me sonreía
con abulia:
—Ha, pues Joyce es un
irlandés, un tipo irlandés... —y
abriendo aún con mayor desinterés sus ojos orientales sobre mí, agregó
con dolo y de mala fe: — es un escritor sin sueños de grandeza...
Por sus solas miradas
volcadas sobre mí pero como insinuando que yo era transitoriamente invisible,
imaginé que empezarían a
despotricar en contra mía gracias
a mi ausencia, así que para defenderme
tuve que regresar de la bolsa de basura metafísica en la que me habían colocado
y, en primer lugar, me resbalé con una cáscara de retórica innata, de
resonancia prehistórica, de esas que
hacen decir algo que después de pensarlo dos veces, uno (u otro) se arrepiente
(a menudo al mismo tiempo, aunque otro no le diga algo a uno), y en segundo lugar puse un codo
sobre la mesa señalando con el índice hacia arriba, para empezar a opinar sobre
el asunto ya limpio y metodológicamente, pero después lo encogí cerrándolo en
el puño, acto seguido lo abrí de nuevo, tomé
el vaso de cerveza y dije:
—Ni hablar, ni hablar...
brindemos por el irlandés y ya.
Había sido en una
cafetería donde los parroquianos eran viejos con sombreros que jugaban dominó o
hablaban de sus buenos tiempos (que es casi lo mismo a decir: cuando los
jóvenes éramos nosotros), y como
documento sobre el tema sólo tenía un breve comentario que me había hecho
Julieta, una amiga en común que teníamos y que me había dicho, antes de irse a
vivir a Londres, que si yo conocía a Guerda Cail me iba a enamorar de ella y
que ella incurriría en lo mismo enfocándome a mí "como si obedeciera su
propio instinto", fueron sus palabras,
pero todo fue instintivamente rápido (porque estaba a punto de abordar
el camión para México, donde tomaría el avión en el aeropuerto donde yo he
despedido a tanta gente y siempre veo a las extranjeras hermosas con un dejo de
desprecio, al hacerme a la idea de que ningún viaje a fantásticas tierras me ha
prometido el destino), entre risitas y recados y mi enorme lista de regalos que
le pedí donde figuraban postales imaginarias de Shakespeare enfundado en
chamarra de cuero y pantalones vaqueros, el ángel de Picadilly Circus en un
ataque de cirrosis o el Támesis relampagueando el reflejo del Big-Ben (y su tic
tac), entrecortado por los campanazos de la noche o cualquier cosa que me
hiciera prometerme que yo también iría allá algún día. Incluso, debo
decirlo, nos besamos apasionadamente como conejos en celo (lo cual ya olvidé,
también debo decirlo), y le prometí que de Miami tomaría un avión para Londres
y me las ingeniaría para vivir allá como... Pero tal fue su apuesta: "Si
se conocen se van a enamorar, y por instinto". Y a esa cafetería entré con
mi traducción de Ezra Pound imaginando que los viejos ensombrerados verían en
mí a un joven que tal vez pudiera entender su nostalgia si era capaz de ver en
Pound alguna especie de grandeza, pues lo grandioso había que buscarlo hacia
atrás, había que ser arqueólogo de
grandezas, pues el presente era
vacuo, estéril y desolado. A simple
vista era lo más entendible, pero también era entendible a otra simple vista
que los parroquianos no iban a reparar más que en mi rara intromisión a su
hábitat y en mi infinita soledad de paria insolente encorvado sobre la portada
del libro, que reflejaba la fotografía
de Pound con una ráfaga de brillo que se me antojaba propia de escudo de armas.
Una fotografía que hacía imaginar todas aquellas cosas maravillosas que no se
han dicho y (quizá) jamás se dirán. Una fotografía que merecía una copa de vino
como después de ofrendar un sacrificio. Una fotografía que propiciaba las ganas
de ser poeta... Hasta que se desocupó mi
amigo mesero que servía diciéndome: "¿Te acuerdas de la chava que te habló
Julieta?" Entonces me la señaló
girando sus ojos a la salida, pero ya no digamos qué tal cuando alce de espectacular cornamenta me otorgó la vista y vi su borrosa figura que inmediatamente
desalojaba el espacio como una flama a su lugar de origen: el silencio... Sentí
un ligero y reverberante temblor en el labio inferior (que no alcé por
supuesto), y calculé la velocidad exacta
de sus pasos —no sé cómo lo hice ni basado en qué extraña suposición—, pero
distinguí su alegre y carismático perfil
apareciendo en subibaja por las ventanas arriba de los sombreros y me dije con
indignación: "¿Carajo, pero qué estás haciendo?" Y salí a la calle
para únicamente ver sus piernas bajo una minifalda, un liguero y sus calcetines
aguados sobre sus botas de minero doblando la esquina. Mi amigo salió en ese momento, me dijo lo que
yo estaba pensando: "es bailarina" y ésa fue la razón por la cual le
di un zape, en franca y atávica respuesta.
Dos semanas antes de que
la conociera se habían presentado a la puerta de mi casa el mismo tipo del bar
que no sabía quien era Joyce y el Pantera, que inmediatamente pensé que quería
presumirme su sombrero nuevo. Era la mañana de cualquier lunes injusto (como suelen ser todos los lunes
después de la Biblia), que alumbraba
frecuentemente como un maleficio al pequeño frasco de los nardos
desfallecidos y secos de mi ventana y la vida era aderezada por los ruidos acostumbrados de las
escaleras, que las niñas del departamento de arriba bajaban con eso que se llama
anfibología azotando sus zapatos blancos de charol, como una venganza gracias a
mi música, que en las noches (o en las mañanas y tardes), parodiaba
ritualizando bailes acongojados impregnados
con puñetazos y patadas, que tiraba a las paredes de adobe para
desdecirme de la soledad que me impregnaba con caricias lentas,
pusilánimes, imperceptibles, ese
tipo de cosas que (volvamos a la sensatez), no existen pero dejan evidencia,
como el rostro de un fantasma familiar en el fondo de la cacerola colgada o en los cuchillos
llenos de cabello pegajoso, la insoportable gotera del otro lado de la pared
como forma de tortura o el tapete orográficamente resquebrajado desde la fiesta
de la grandiosa inauguración, que hacían ver a la venganza de las niñas de
arriba como campanazos en el paisaje sonoro en medio del cual, un árbol con mi propia cara, en silencio, se
curaba las heridas de los golpes que
propina la quietud.
Así había sido desde la
fiesta de la grandiosa inauguración (a eso voy), que yo como aprendiz de
arrendatario, no tuve ocasión de impedir y que tal vez hubiera sido lo más
correcto, ya que la casera, en un arrebato de conciencia tal vez ocasionado por
el ruido que vomitaban mis bafles estrobando
los diálogos de su telenovela nocturna, irrumpió alegando un piadoso:
—¡BÁJALE A LA MÚSICA QUE
NO PUEDO DORMIR, LAS PAREDES DEL BAÑO RETUMBAN, OYE, POR FAVOR, AQUÍ VIVE GENTE
SERIA, ESTO NO ES UNA DISCOTECA, ECA ,ECA!
Cuya resonante calidez,
dicho sea de paso, no sólo me empalideció de vergüenza con el repentino
silencio de los invitados, que querían saber, con justa y algo estúpida razón
que carajos había pasado, por qué se había cortado la plática, la risa y el
baile, sino también me hizo imaginar a la casera regresando por el individual y oscuro pasillo hasta su
casa, como una rata diminuta en un tubo sobre agua puerca subterránea hasta
encontrar una cáscara de comida y mirar
al frente, al dorado espejo de su baño donde se daría cuenta que se
arrugó la cara y que hay que maquillarse de nuevo... "¡VÁMONOS!",
dije hablando solo momentáneamente loco (eso creamos) después de unos instantes, en los que como unos ganchos de reacia
carnicería descolgué mis ojos de lo que estaba viendo, para luego correr hasta la cocina pateando a mis gatos, que no
sabían por qué, de repente, tanta gente los acariciaba o les inventaban nombres
que no tenían y agarré el agua puerca del cuello imaginando a la casera
colocándose rebanadas de pepino en el rostro
bajo luz ultravioleta y...
"¡Qué pasó con esa música invitaditos?", grité cuando dejé los rones
nicaragüenses en la mesa y con su
malicia mal ocultada (la de los invitados, no la de los rones, pues éstos
últimos no suelen ocultarla), volvieron a hacerme sentir culpable por un
segundo, olvidándolo después, por supuesto, con la plática y los vasos y
algunas canciones de U2 detrás de lo que me platicaba una amiga sobre su bebé
que precisamente había tenido en mis brazos esa misma tarde. "Es muy
grandota", decía yo. "Y es bien inteligente", decía ella. Cosa
que comprobé cuando no hizo caso al agugu tata y como una tabla en la mirada la
aferraba a las cervezas que la madre y
yo cruzábamos mirándonos los ojos y las
bien deleitadas presencias.
Pero no sólo eso, porque
la vecina inmediata también jugó el rol de la sensatez (por única vez), ya que
en adelante (a nuestro sensato modo de ver), no venía a pedir más bajo volumen
sino también menos tráfico de gente, menos mujeres, menos ruido de vasos
rompiéndose, menos voces que dijeran: “¡A este mundo ya se lo cargó la
Chingada!” o: “¡Aguascalientes es un purgatorio al revés!”. Y cómo podía yo
evitar carcajearme, si ella se paraba frente a mi ventana con el ceño fruncido
y el pelo lleno de tubos, muy convencida de que podría levantar compasiones a
causa de su pobre estereotipo alegando a
favor del trabajo y sobretodo del horario que por la mañana tendría que cumplir
y yo decía: "por supuesto señora, le bajo", pensando en realidad:
"¡No, le subo, maldita Medusa culera!" Cerrando las cortinas de inmediato para celebrar
que yo no tenía que checar tarjeta en ningún lado para luego no hacer nada y
más justificadamente, puesto que en la
oficina pensaban que había estado en la
cárcel, que había leído Mi Lucha, que
me había tatuado una virgen en la espalda,
que traficaba drogas afuera de las escuelas (por consiguiente, que ganaba
más dinero que ellos), y que a pesar de que me extrañaban, era bueno deshacerse
de gente de ese tipo de calaña. Pues cómo no: si conocer a alguien que ha
estado en la cárcel es como sufrir un ataque repentino de pulgas, precisamente
como lo sintieron mis invitados de aquella noche; porque a medida que se fueron
despidiendo al irse acabando las
botellas, se fue incrementando la furia de un amigo que trató de defenderme alegando
que yo era un poeta y que me dejaran en paz: no solicitar música que él no quería, no decir cosas que él no quería escuchar, etcétera. A lo
cual todos no tenían mejor modo que revirar: "¡Sí nos gusta la poesía, no
seas... pendejo!" (Aunque por supuesto, lo más probable es que sólo
supieran de poesía lo mismo que los creadores de tarjetas de cumpleaños). Y a la amiga cuyo
bebé yo había cargado en mis brazos esa misma tarde trató de incomodarla, barajándole historias somníferas fantásticas de las que los solitarios
literatos usan para enamorar
mujeres ingenuas y la quiso besar a la
fuerza, y fue ahí en medio de gritos indignados de todo mundo, (incluso de los
colados, que llegaron buscando a Carlos, o Juan, según dijeron), cuando lo tuve
que sacar a patadas de la casa, lo cual se facilitó gracias al ron nicaragüense
y por el pasillo lo aventé a la calle
donde tropezó con un árbol de medio metro y cayó al suelo mentando madres
de invitados y colados. Le grité que no
se atreviera a volver y regresé marchando por la oscuridad diciéndome:
"¡pa' mis pulgas! ¿Cómo es posible que la estupidez sólo sea manifiesta
entre los inteligentes?", pensando que en realidad no necesitaba cocaína
ni cualquiera de esas drogas que se conseguían down town.
—¿Cómo ves? —dijo el
Pantera tocándose el borde del sombrero, como un caudillo listo para la
fotografía histórica.
—¿Qué hacen? —les dije,
todavía con mi flojera de desempleado desacostumbrado a lo que implican los
lunes.
—Te acabas de levantar
¿verdad? Pinche güevón —me dijo el que no sabía quien era Joyce al notar dos o
tres pelusas de almohada en mi cabeza.
Me la rasqué con regocijo y les pregunté la hora.
—¡Cómo que qué horas son
maldito güevón! —señaló el Pantera a su muñeca sin reloj—: Yo ya te hacía
escribiendo los versos más sublimes de la literatura o de perdida leyendo otros
versos que te inspiraran esa gran cabezota... ¿Ya leíste el libro de Pound que
te presté?
—En eso estoy. (Por
supuesto, no había leído ni una página)
—No maestro... —siguió
el Pantera—, pues como a nosotros nuestra mamá no nos paga la renta tenemos que
movernos: éste güey me acompañó a León a comprar el sombrero y mis botas, nada
más chécalas, porque no creas que te las voy a prestar como las otras. Siempre
que voy a León está igual: todo sucio, grotesco, con olor a comida podrida,
pero me gusta porque sólo ahí puedo comprar mi equipo de batalla. Fíjate qué
raro: acabamos de ver un güey con una chamarra de Televisa y yo dije: ¡cámara!
La invasión chilanga nunca termina... Por cierto, ¿Tu papi no te ha mandado
dinero de México? ¡Ya despierta cabrón! Te digo que vi un güey, bueno, este
güey también lo vio, y ya ves cómo la vida es rara: en el momento que pensamos
venir a verte fue que lo vimos y me dije: que curioso... que curioso..., bueno,
bueno güey, déjanos pasar que se van a calentar las cervezas...
—¿Cuántas traen? —dije
parpadeando y a punto de sonreír, al imaginar que pensarían que era un cabrón.
—¿A verdad cabrón?
¡Míralo! Por fin despertó —le dijo el Pantera al otro.
—Ya regrésame mis discos
¿no? —me dijo el otro.
Y después de propinarle
una barrida de mala fe tipo
ya-vas-maldito-embrión-de-seminaco,-no-sabes-quien-es-James-Joyce-dije-con-los-brazos-
cruzados-por-supuesto:
—...¿Y cuales pinches
discos serán güey?
—Ya... ya, a callar
señoritas, Satanás no está de humor —dijo el Pantera haciéndome a un lado—,
déjanos entrar.
Cuando entramos a mi
departamento, el Pantera continuó hablando en ese mismo tono exaltado y
saltando:
—¡Hiiiiii cabrón, tus
pinches gatos cómo me quieren! Ven llegar al señor de los anillos y le rinden
pleitesía..., uy, uy, bichos del demonio, ni crean que me voy a enternecer y
les voy a dar cerveza ¿eh? Sólo es para los irlandeses, a ver, ¡dejen de
discutir de los pinches discos y pon música! Pon uno de esos malos blues que
hacen tan bien su trabajo...
—Es que este pendejo me
sigue alegando de sus discos —dije buscando mis cigarros.
—Pues yo no sé —dijo el
Pantera— pero lo que si sé es que te voy a sablear: me vas a tener que prestar
unos morlacos porque con lo del viaje a León y las cervezas que le invité a
este güey me quedé sin lana.
—¿Cómo les fue en León?
—dije inmediatamente para cambiar de tema y
esperando conservar los pocos morlacos que me quedaban en el bolsillo.
—El Pantera está re loco
—dijo el otro—, se puso a cantar en el camión sus pachecadas y la gente se nos quedaba
viendo.
—Híjole... qué
interesante, por favor prosigue con tu relato —dije yo aquilatando el valor de
cada morlaco mientras encendía mi
cigarro.
—Bueno —dijo—, me
refiero al camión urbano de León, porque en el camión de la carretera venía
chupando y contándome sus rollos del tal Joaquín con el que se está quedando a
dormir, y yo ya decía nel, no mames, pinche loco..., el güey ayer se quedó a
dormir en mi casa y lo hubieras visto: muy modosito el cabrón con mi madre,
hablándole de usted y toda la cosa, para que le diera chance de quedarse más
días, pero como mi hermana se va a casar ya pronto, la casa está patas pa'
arriba con los nuevos muebles y la lavadora/
—Y la computadora y la
secadora de trastes —dije yo asumiendo la cauda enumerativa— , los tintes para
el pelo, las raquetas de tenis que nunca se usan, el equipo de herramienta que
tampoco nunca se usa, la televisión nueva de pantalla gigante para que siempre
esté prendida y las ilusiones de una nueva vida ¿no? Habría que casarse nada
más para hacer el experimento, esa vaga sensación ilusoria.
—Ni le hagas caso a este
batracio —me dijo el Pantera con su característico desdén—, cuando me puse a
darle a la Santa Misión al güey le dio pena y se quedó en la central camionera,
esperándome como si fuera mi hijo,
porque creía que nos iba a agarrar la policía, psss... puta madre, a mí nunca
me han hecho nada en ningún lado de todo
el país cuando le doy a la Santa... santísima Misión, pero pus ya ves... mejor
me hubieras acompañado tú, poeta maldito entre comillas, como antes, ¿te
acuerdas?
—Si me acuerdo güey,
sólo por eso dame una cerveza.
—Y luego...—dijo el
otro— ¡ja, ja, ja! ¡El pinche Pantera va en la calle luciendo sus botas y su
sombrero nuevo como uno de los tres mosqueteros y que se le aparece un borracho
andrajoso y le dice: "¿Donde estabas cuando fue el temblor compa?" Y
el pinche Pantera que agarra de volada y se pone a recitarle la letra de la
rola de Soda Stéreo!
—Dénme un tabaco para
inspirarme: haaaayyyy una grieta... en mi corazón... —irónicamente hablando y
bebiendo el Pantera revive su anécdota (o mejor dicho: su acné-dota, mientras
yo me río porque noto que lo de los morlacos ya se le fue a)— un jodido
planeta... con desilusión. ¿Pero cómo empieza la rola? Yo: caminar entre las piedras
hasta sentir el temblor en mis piernas, a veces tengo temor, a veces vergüenza,
estoy sobre un cráter desierto, sigo aguardando el temblor en mi cuerpo...
nadie me vio partir... lo sé. Nadie me espera... Pero en fin, cuando Gustavo
Cerati dice: "te besaré en el temblor" le acerqué la brasa del
cigarro a los labios y le dije: " a ver amigo, pon el hocico" y le
hice así —parando los labios—, dale un besito a mi cigarro, mua, mua, mua, ¡ja!
ho little boy... ¿Pero por qué no pones música?
—Ya dame mis discos
pinche David —me dijo el otro.
—Ya te dije que no y no
estés chingando.
—Es que uno no es mío
—dijo.
No me importó en
realidad que uno de los discos no fuera suyo, puesto que los dos ya los había rematado en el mercado,
para conseguir a cambio un buen desayuno de barbacoa sabor a diesel y le dije:
—Ya me los prestaste
hace mucho tiempo; por gracia de la
antigüedad ahora son míos.
—¡No pinche David! Es
que no son míos y se los tengo que devolver a una chava
que me los prestó.
—¿Cómo se llama esa
chava que dices?
—Guerda, es una
bailarina.
—Ha sí, sí, ya me han
dicho...
El Pantera nos
interrumpió, como la mayoría de las veces, con sus noticias de mala muerte:
—Oye, poeta maldito
entre comillas, ya no puedo quedarme en casa de Joaquín, me vas a tener que dar
quebrada aquí a partir de dos semanas.
Y esa noche en el bar se
terminaba el plazo con el que yo contaba para disuadirlo de aquella certera
amenaza, lo cual al principio fue divertido, pues yo siempre alegaba a favor de
mi intimidad y él alegaba sobre la gran amistad que nos unía y que, a su
juicio, (si es que lo tenía) se iba a incrementar si compartíamos la misma
jaula. Lo que me hacía pensar que quizá, pero que sobre aquella "gran
amistad" yo tenía mucho para opinar, aunque me decía las más de las veces
que era mejor y mucho más conveniente no hacerlo. Vaya generación ilusa. El día
anterior, para mi desgracia, con bombo y platillo había iniciado ya aquél
proceso cuando llegó por la tarde y dijo
lo mismo de siempre:
—Malditos gatos tienes
escritor famoso, bichos bichos, ¡a la verga!
Y antes de que se tirara
en el piso y dijera aquello de que "Juan y Carlos, después de ti son mis
mejores camaradas", fumando su mariguana impregnando toda la casa, sentí
algo que no podría explicar mejor que diciendo que, en efecto, había un árbol con mi propia cara, pero que
en aquél bosque donde se encontraba, había crecido otro árbol —o matorral
espinoso, mejor dicho— que decía: "¡bichos bichos, a la verga!" Y
después de que soltó su mochila militar en medio de la sala y dijo: "ya
estuvo", se me erizaron los pelos de los brazos y cerré los ojos como si
acabara de escuchar a un carnicero queriendo tocar un violín. Ahora: lo que me
espantó no fue tanto el hecho de oír el blof de la mochila militar cayendo
sobre el piso, sino más bien el hecho de que yo lo asociara con un carnicero
queriendo tocar un violín, pues supuse que a cualquiera le espantaría volverse una persona sensiblera. Mejor supongamos que el sonido de la mochila
al caer fue cuas, soc o cataplum.
Al instante de todo
aquello y sintiéndose rápidamente instalado y acondicionado, el Pantera
programó la noche siguiente:
—Si te enteras de una
fiesta nos colamos, si no, después de la Santa Misión nos vemos en el bar.
—Oye, pero...
—¿Qué?
—Olvídalo. (Pensaba
decirle que me dejara el libro de Pound, pero como pareció olvidarlo, hice
mutis por completo.)
Como el tipo que no
sabía quien era Joyce había vuelto a la mesa (y la primera vez no lo había
interpelado puesto que ya imaginaba la cháchara de los discos), el Pantera
sintió suficiente público para decir con su ironía:
—...es un escritor sin
sueños de grandeza...
Y después de lo que yo
dije y el brindis que aceptaron vacilantes a favor del irlandés, me soltó a
bocajarro la pregunta (que era comparable a la pregunta que le había hecho al
Pantera):
—Y... ¿qué pedo con mis
discos pinche David?
Moví la cabeza
arriba-abajo con cada sílaba del parlamento anterior e inmediatamente dije
haciendo lo mismo con las sílabas del que sigue:
—Ahí los tengo en mi
casa, luego te los doy.
Sin siquiera suponer que
instantes después Guerda entraría de
lleno bajo la luz roja de la puerta garigoleada del bar, ocupando el lugar de
mi sueño reluciente y lleno de esperanzas que no dejaba de soplarme al oído
aquella idea (bastante loca, pero adecuada a esos días), que era el viaje a
Miami; puesto que un ex compañero de la oficina que trabajaba en los
laboratorios fotográficos desempeñando el mismo puesto que yo, (lo cual es casi
un decir, puesto que en las tardes cuando había menos gente, metíamos a las
niñas de la limpieza a los cuartos oscuros —que eran nuestros puestos— y las
manoseábamos con rotunda y contundente vileza), ahora completamente cambiado de
gestos y actitud, me había dicho:
—Vámonos güey..., está
de pelos, se gana buen billete...
He inmediatamente
después me contó los pasos de la estrategia ("El proyecto Miami",
como bajo ese título lo archivé después
en los recuerdos de ese porvenir que se antojaba tanto), puesto que él dijo: —"lo
fácil"—, era llegar a la frontera, —"eso es lo de menos güey"—,
llegando allá y con previa cita telefónica, un contacto suyo nos recogería
después de brincar la barda/
—¿En dónde? —dije
yo con la agustiosa presencia del mapa
en mi cabeza.
"El ya sabe
güey", y correríamos escapando de las lámparas y los balazos, cruzaríamos
el Bravo y amontonados en su auto llegaríamos a Miami, donde nos estaría
esperando, en su hotel supuestamente, un tipo que él ya conocía, al que yo
imaginaba gordo de origen cubano con traje de lentejuelas moradas y pulseras
caras, con esa sonrisa de ceja alzada y premolar de oro iluminando todo lo que
pueda iluminar la avaricia, la codicia, la corruptela y la orden inmediata que
sería: "¡A chambear güeyes!"
Desde las seis de la
mañana nos levantaríamos para cargar cajas con toallas y refrescos, con la
emoción de que inmediatamente después seguirían las demás tareas a las que
habría que entregarse sonriendo de oreja a oreja o en su defecto hacerlas
llevaderas con chistes locales: fregar y pulir pisos, barrer y no berrear,
lavar trastes pero sin dejar todo al traste, servir rones con refresco de cola,
agarrarlas de la cola y matar
cucarachas y ratas de las bodegas, luego ambientar la música del lobby
con Frank Sinatra, mantener limpia la zona de trabajo, no estorbar a los
fotógrafos ni al gerente (ni por supuesto a su comitiva de ilustres
desconocidos), tener las uñas limpias
constantemente, no fumar ni beber durante las horas de trabajo, no meterse las
manos a los bolsillos, no rascarse la nariz delante del cliente, no mascar
chicle delante del cliente, no mostrar cansancio, no estornudar, toser o
bostezar delante del cliente, no apoyar
los codos sobre la mesa, no mantener conversaciones con el cliente (o por lo
menos no en presencia del cliente), no perder el encendedor ni la pluma, ir al mall para el abastecimiento de insumos,
hacer la contabilidad de botellas, limpiar la barra y la cristalería fina,
recoger basura de la arena, no bañarse en el mar, cuidarse de la migra y la
policía, no hablar español con los compañeros, no soltarse ni siquiera un pedo
de desaprobación hasta esperar los trescientos dólares del fin de semana y en
la noche, con orgullo y devoción, dormiríamos con sarapes y cobijas mexicanas
en medio de cajas de cartón, soñando el mismo son cubano de todo el día que
pidió el cliente, pero por supuesto yo no dormiría mucho: saldría al aire
fresco de la playa, tendría mis obsesivas meditaciones eternas y me echaría a
caminar o miraría desconsolado hacia las estrellas, soñando con clavar un grito
en la garganta del océano y a lo lejos palpar todo un paisaje carnavalesco: las
luces titilantes debajo de las chozas, el suave misterio de lo desconocido, el
oleaje rumoroso del Atlántico, la sensación de permanente extrañeza y claro, yo
escribiría poemas de todo eso: de las despampanantes güeras de anuncio de
cerveza, los inmigrantes, la violencia de las discotecas, los enfermos de
sida, la heroína, el crack, los
consorcios y las tiendas de Gap, los pases de Dan Marino, la industria del
video, la industria del consumo inconsciente, la industria del consumo
exigente, la industria del consumo masivo, etcétera. Escribiendo a la luz de
una vela y feliz, al igual que mi padre que se reventaba a Hegel a los
diecisiete, cuando en las noches regresaba a la casa mi abuelo borracho y
vomitando pulque por todos lados.